COLECTIVO MR

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MR | SE ME SALE EL INDIO | Jorge Bruce, Psicoanalista

La primera vez que miré las fotos de MR fue algo fugaz y mi reacción inmediata fue de preocupación y perplejidad. Esa noche me acosté pensando que las imágenes tenían un efecto paradójico –conforme a la intención de sus autores- que no necesariamente servía a la causa para la que suponía habían sido concebidas: mostrar, mediante procedimientos de agresiva descontextualización, la inquietante extrañeza/familiaridad del otro negado, escindido, discriminado. En una palabra: racializado. Creo que mi duda inicial se alojaba en lo estilizado de las composiciones. Para mí, el racismo suele venir aparejado con escenarios violentos, degradantes, humillantes. Mi objeción interna consistía en que esas fotos de congelada, irónica belleza pudieran inscribirse en algo así como una ilustración publicitaria o una producción magazinesca. Demasiado glamour en ese colorido despliegue, temí, para un asunto que en la jerga psicoanalítica, tal como yo la entiendo, se vincula a controles anales en una atmósfera infestada de retenciones y deyecciones monocromáticas. Así se facilita la selección y el mapeo: esto entra, esto no. A la mañana siguiente, sin embargo –presumo que el trabajo onírico hizo de las suyas- ya no lo sentí así. Era como si en el transcurso de la noche las imágenes me hubieran invadido, poblando el espacio de mi imaginario, derribando en silencio mis resistencias intelectuales.



Sí, nuestro lenguaje está contaminado. Decimos “invasión” o “poblar” y convocamos series de representaciones, las cuales, a su vez, están ligadas por nudos afectivos en los que se entrelazan la vergüenza, el miedo, el rechazo. O bien el rencor, el afán reivindicativo, la rabia ante la desigualdad y la injusticia inicuas. Pero también la culpa, el remordimiento y hasta, quién sabe, un germen de curiosidad que puede mutar en reconocimiento o, porqué no ser utópicos, algo más allá. En cualquier caso, la experiencia que las fotografías de MR nos inducen será irremediablemente formulada en unos términos saturados de significado, desprovistos de pureza o inocencia.



Digamos, por ejemplo, “indio”. Lo que nos suceda dependerá de quiénes seamos, claro está (¿o bien oscuro?). Ahora no hay marcha atrás. El velo de invisibilidad que el racismo tiende sobre los sujetos denigrados, se ha descorrido. La alucinación negativa de Freud –el borrado activo de una percepción- cambia de signo en las imágenes fraguadas por MR. Son representaciones alucinantes, inimaginables, pero están ahí, tenaces, impertérritas y elegantes. El otro desvalorizado, el otro insignificante, el otro como depositario de nuestras proyecciones más repelentes, pestilentes e inmundas, está instalado en la mesa de al lado. En la galería de arte. En la intimidad de mi gimnasio. En la propia sala de mi casa. Ha ocupado mis espacios privilegiados de solaz, esparcimiento y elitismo. Ahí donde la identificación idealizada de los integrantes de mi grupo de referencia funciona como una prótesis narcisista cuya garantía, me aseguraron, era ubicua y de por vida.



Y me está mirando.

Martín Chambi capta a sus sujetos en situación. No vaya a creerse que son retratos naturalistas o realistas, poesía del instante popular a lo Cartier-Bresson. Las situaciones de una consonancia aparente y engañosa son creadas por él –un situacionista avant la lettre- y mediante ese artificio les arranca una verdad potente y universal, profundamente conmovedora. MR le da un giro más teatral a la escena, si cabe, y juega la carta de la disonancia cognitiva. Mientras que en una mirada descubrimos la humanidad de los insignificantes, en ésta nos confrontamos con unas presencias alarmantes porque en el fondo siempre estuvieron ahí, a pesar de la gana ubérrima, política, como dice Vallejo, de ignorarlas. O bien de relegarlas en la vitrina de los objetos exóticos, tal como se colecciona antigüedades precolombinas, se escucha música vernacular o se adapta trajes típicos al diseño contemporáneo de moda, en un ambiente filtrado, aséptico, esencialmente despersonalizado.

La expresión “se me sale el indio” es de una rancia estirpe racista. Significa la irrupción inopinada de contenidos primitivos, agresivos, destructivos. Se sobrentiende que a un indio no se le sale el indio: le puede ocurrir a cualquiera de los demás. El indio representa, en esa acepción, lo reprimido, lo escindido, la defensa más primaria contra la angustia de desintegración y el retorno de mis partes expulsadas, marcadas con el sello de lo infamante e inadmisible. Pero en las fotos de MR se me sale el indio de una manera soterrada y esa desfamiliarización hace que lo reconozca sin alterarme, porque emerge con una fuerza tranquila y recorre los pasadizos proscritos, mediante el subterfugio de lo que Freud llamaba la “prima de seducción”. Contrariamente a lo que pensaba en un principio, la estética seductora de las imágenes es lo que permite el traslape de mundos y perfora los compartimientos estancos. Entonces los fantasmas cobran vida y exigen su derecho de identidad. Con suerte, alguien se animará a acompañarlos y desandar la brecha que separa al narcisismo de vida del narcisismo de muerte. Odiar, dice el psicoanalista Paul-Laurent Assoun, es una manera de autoconservarse, hasta la destrucción del otro, mientras que amar es una manera de hacer existir al otro. Es cosa de elegir.