“Cuando la violencia afecta el paisaje”
Entre 1980 y el año 2000, el Perú sufrió uno de los períodos más oscuros de su historia. Un sangriento conflicto armado y el derrumbe de su frágil democracia pusieron al país en una situación de postración y desesperanza.
La guerra desatada por el brutal movimiento “Sendero Luminoso” y la respuesta igualmente atroz del Estado causaron, de acuerdo a la Comisión de la Verdad y Reconciliación (C.V.R.) aproximadamente 69 mil muertes, entre las cuales unas 15 mil corresponderían a casos de desapariciones forzadas.
La C.V.R. determinó que Sendero Luminoso desató un conflicto injustificado, precisamente cuando el país empezaba una experiencia democrática luego de un largo autoritarismo militar. La ideología senderista, acuñada por un oscuro profesor de filosofía, proclamaba la necesidad ineluctable de un baño de sangre para arribar a una presunta tierra prometida, y se utilizó para justificar los asesinatos de autoridades en comunidades indígenas, dirigentes izquierdistas democráticos y de una población reducida en el discurso senderista a “masas”.
El desafío de Sendero se respondió con un paroxismo de sangre. Las autoridades civiles abandonaron toda responsabilidad en manos de los militares, que aplicaron tácticas de tierra arrasada en las zonas que consideraban bajo la influencia subversiva. La matanza de poblaciones civiles; el uso generalizado de la tortura y la violencia sexual; la práctica de la desaparición forzada constituyen patrones regulares e innegables de lo que ocurrió en esos años.
El descabezamiento de Sendero, producido tras la captura de su jefe, Abimael Guzmán, derrumbó al movimiento, con la excepción de algunos remanentes que aún hoy libran escaramuzas. Pero, pese a la derrota del senderismo, el terror no concluyó: el gobierno de Alberto Fujimori siguió manteniendo escuadrones de la muerte para intimidar, secuestrar y matar a opositores reales o supuestos.
Esta prolongada cosecha de muerte dejó rastros en todo el país. La Comisión identificó fosas clandestinas en todo el país; la mayoría de las cuales permanecen aún abandonadas, dejadas de lado por las autoridades judiciales, y visitadas, si acaso, por familiares que persisten en la búsqueda de los suyos.
Como Antígona, en la tragedia clásica, la figura de la madre, hermana o esposa del desaparecido recorre los Andes de parte a parte, increpándole al poder el acto impío de negar reconocimiento a los caídos, y de prohibir el duelo a los sobrevivientes.
En las pocas diligencias judiciales que se han llevado a cabo, en las ruinas destruidas de pueblos abandonados, en parajes abruptos o en antiguos cuarteles militares, los arqueólogos forenses han recuperado evidencias innegables de la masacre sufrida por el pueblo peruano: ropas que sirven para identificar a las vidas perdidas; restos humanos, proyectiles fatales; rastros del odio que –en su silencio- ensordecen.
Pese a algunos avances, el Perú aún se niega a reconocer la profundidad de la desgracia: los casos judiciales contra antiguos militares no prosperan; las reparaciones debidas a los sobrevivientes se mezquinan; la verdad develada por la Comisión se niega, o los crímenes se justifican. Pese a expresar signos políticos opuestos, Abimael Guzmán y Alberto Fujimori no sufren por escasez de seguidores que reclaman lo mismo: amnistía, esto es, olvido e impunidad.
El futuro del país se debate entre el reconocimiento de estas lecciones, que permita definir nuevos destinos; o la negación, y su inevitable ciclo de persistente repetición. Una historia más de nuestras Américas sangrantes, y de la terca lucha de la memoria por afirmar la urgencia y la dignidad de la vida.
Eduardo González Cueva
Miembro de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, Perú.
Actual Director del Programa de Verdad y Memoria,
Centro Internacional para la Justicia Transicional, Nueva York, USA